De gustos similares, nos atrae la literatura de intrigas políticas internacionales que sumen espías, sicarios pertenecientes a agencias de inteligencia y esferas terroristas, ese mundo que se desliza silenciosamente como cocodrilo en aguas pantanosas en medio del mundo ciudadano, democrático, libre, a saber, el mundo nuestro.
También leemos sobre historia y autores serios, pero un Best Seller de cuando en vez no le hace daño neuronal a nadie.
Bourne, como sabrán algunos, es una máquina asesina que al ver que han dejado su jaula abierta, no espera invitación alguna y escapa. ¿Dónde? Ni idea, porque salir a las calles como civil le es tan extraño como que un marciano te toque el timbre para preguntar si le permites aparcar su OVNI frente a tu salida de autos.
Veamos:
Bourne no es Misión Imposible. No es fuegos artificiales chinos ni piruetas de storyboard improbables y contra toda lógica de la ley de gravedad (aunque MI:1 y MI:3 me entretuvieron, lo digo sin temor al ostracismo).
Bourne nunca sonríe, es paranoico, si pelea es una pelea a muerte, todo el universo que le circunda conspira contra él, porque sabe que se mueve entre los pantanos de aquellos reptiles que lo formaron, lo hicieron lo que es –un lobo herido que muerde y despedaza antes de preguntar o conocer a quién tiene al frente- y desesperadamente desean pegarle un tiro en la nuca, amarrar su cuerpo con ladrillos y arrojarlo en mitad del océano.
Bourne es un sinsabor. Un error perfecto. Es un personaje construido con solidez y acierto. Ninguna de sus acciones sobra, ninguno de sus –breves- diálogos sobre informan. Desde los primeros minutos, en cualquiera de las tres entregas, se define ante nosotros: es un agente de la CIA, un asesino bien entrenado, un individuo perturbado por lo que es y/o fue, un culpable que busca la redención sin saber cómo o dónde empezar.
Una característica clave en Bourne es que nunca está quieto, siempre lo vemos caminar, correr, o si está sentado sus ojos son los que no paran de chequear cada ángulo del lugar en que se encuentre.
La trilogía encaja en un 97.89%, pero es indudable que el inicio y el cierre logran encadenar la trama principal del azotado Bourne: quién es, quién lo despojó de lo humano para resucitarlo como arma, quién quiere matarlo para ocultar lo que lleva dentro y él no consigue recordar. Entonces Bourne se torna complejo, actúa por reflejo sacando a relucir el entrenamiento que le fue otorgado por sus perseguid
ores sin ceder un paso, y al mismo tiempo, se integra a la “vida común”, se enamora, siente otra vitalidad distinta al “cumplir órdenes”. Su causa, por un tiempo, es ser libre para vivir junto a la mujer que ama.
Pero un potente evento en la vida de ambos activa la ira contenida que carga Bourne hacia sus perseguidores, desata THE BOURNE ULTIMATUM.
La cámara es un logro en la película, moviéndose en todo instante, al igual que Bourne, otorgándole esa textura documental que tanto atrae al director, Paul Greengrass. Un director que arriesga, porque los ojos dan tantas vueltas que podrían marear a ciertos espectadores, pero logra el equilibrio entre la cámara al hombro y plano cerrado, con movimientos pausados y “correctos”.
En ambos casos, la tensión se proyecta y la violencia no tiene gusto a ballet, sino a rabia desbordada por Bourne que aumenta su fuerza y habilidad en un segundo, poseído por su entrenamiento pasado, además de liberar adrenalina ante el deseo de sobrevivir por cualquier medio al objetivo de su monstruoso enemigo: la inabarcable CIA que lo quiere muerto y enterrado.
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